[Hoy En El Hoy De Badajoz]

  
                                                                   Jaime Álvarez Buiza

La pasada semana, con motivo del Día del Libro, presentamos el último premio de poesía Ciudad de Badajoz que ganó David Benedicte con “Poemarx”. Es ya la edición trigésimo primera de este premio del que algún poeta se sintió dueño y que, cuando fue descabalgado del puesto de jurado que el creyó vitalicio o, quizás como el otro, perpetuo, al sentirse herido en su amor propio enfermizo y en su desmedida soberbia, trató de torpedear con todos los medios que su despecho y su mezquindad le proporcionaban. Evidente y afortunadamente, fracasó en su intento y el premio alcanza cada año más vida y más prestigio.

El poemario, en esta ocasión, no es poemario al uso, de modo que hay que pasear por sus páginas con los ojos bien abiertos, limpios, sin ataduras ni prejuicios que puedan evitarnos disfrutar de él. Decir que lo más clásico que nos encontramos en sus páginas es un soneto mudo cuyos dos tercetos son la traducción que el autor hace de los estertores bocineros de Harpo Marx, les da le medida de lo que digo. Pródigo en citas que no coloca este autor, como otros, a beneficio de inventario, y que deben leerse, por tanto, con la misma atención que los poemas, destacaré estas tres porque creo, a toro pasado y leído, que pueden darles la clave de lo que se van a encontrar. La primera de ellas, es una pintada del mayo francés: “Dios ha muerto, Marx ha muerto, y yo tampoco me encuentro muy bien”. La segunda, del escritor y filósofo francés Georges Bataille, que escribió: “Lo reiteraré de todas las maneras posibles: el mundo sólo es habitable a cambio de no respetar nada”. Y la tercera, del belga Raoul Vaneigem: “No hay símbolo, por aborrecible que sea, que los juegos de lo viviente no tengan el poder de disolver”. Junten las tres, agiten la coctelera, añádanle un lingotazo ácrata, unas gotas de descaro más el oficio asentado de un escritor curtido, y el temible y demoníaco relativismo que tanto denuestan ahora los vendedores de orejeras se queda en repostería de convento. A partir de ahí, y por eso, o al revés si se regresa al futuro, se encontrarán ustedes con un libro que es un torrente iconoclasta, gamberro, imaginativo, escéptico, con una arquitectura formal que el montaje final del director ha mejorado, y en el que paseamos por un mundo de ficción realista, por un maratón peliculero en el que materialidad y fantasía no están constreñidas por fronteras, sino que se mezclan y se confunden y se parasitan mutuamente. Con un estilo apabullante hasta lo lisérgico, nos sumerge en una sucesión de historias posibles por imposibles, que la magia del cinematógrafo inmenso que es la vida hace realidad: vemos al filósofo Karl, quinto de los hermanos Marx y a Harpo, digo, perdón,  a Francisco Harpo, Caudillo de España por la gracia de Dios, manteniendo, mientras asisten en un cine porno a la felación que Mónica Halkova ejecuta a un elegido, un diálogo desopilante en el que se establece el onanismo como una nueva forma de religiosidad a la que el capitalismo nunca podrá corromper; asistimos a la encarnadura, junto a los antiguos cines Luna, de un nuevo Cristo “que ha colgado su cruz en una alcoba sembrada de desórdenes y congoja” y para el que el cielo “es un restaurante donde todos los días hay paella”; descubriremos que Leopoldo María Panero, el que está“hasta el puto culo de sí mismo”, morirá en 2047, mientras su padre es un zombi que juega al golf con Pemán, Rosales y otros poetastros falangistas al tiempo que él, en la vigilia de un sueño, les ofrece el manjar de su cerebro.

Intercaladas entre estas historias se nos ofrece una serie de fogonazos, de cortos, casi de escenas que, a veces en un verso, recrean otras tantas películas que ya son distintas después de esa luz poética que las ilumina y nos ciega. Las  fantasmagóricas gemelitas de El resplandor” violando a Jack Nicholson, ese escritor desquiciado y poseso que vive en un mundo irreal que lo domina y que es, en cierta forma, paradigma de todo escritor que se precie de serlo, es una escena imaginada que le da al original unadimensión aún más terrorífica. Con todo, deberemos de ir con cuidado para que la claridad de estos destellos no nos impida ver la luz de un magnífico libro de poesía, de peculiar lirismo, profundo, contundente, de una calidad que se mantiene sin flaquear, muy bien definido en su mensaje, lleno de contrastes en apariencia contradictorios y que, sin embargo, acaban encajando con perfección de tetris. Un libro que hay que leer más de una vez para paladearlo en todos sus matices, que hay que repasar para poder disfrutarlo en toda su extensión interior y atarlo en corto para que no se nos desmande más de la cuenta.

Leí ese día en la prensa digital dos titulares que parece que se confabularon para tratar de amargarnos.“El libro celebra su muerte”, decía uno. El otro, aún más peliagudo: “El cine pide clemencia a Montoro”, o sea, el condenado implorando a su verdugo. El panorama, ya ven, es de aúpa. No obstante, creo que libros como éste, que despeja certezas y alimenta dudas, nos sirven de refugio contra esa realidad apocalíptica y agorera que parece que nos rodea, no para huir de ella u ocultarla ocultándonos, sino para tratar de impedir augurios tan pavorosos como los que presagia. Así, quizás,lograremos evitar entre todos que el libro muera y que el cine tenga necesidad de implorar. Y si a pesar de todo no lo conseguimos, pues que venga Harpo y lo arregle a bocinazos.