[‘Poemavera’ árabe]



La Poesía salva vidas. A mí, hubo un tiempo en que me salvó la vida. Cada media hora. Flotador de papel mojado, lo sé. Pero insumergible y efectivo. Como la herramienta que el jardinero esgrime para salvar al rosal de su agonía desde que la angustia ataca la raíz.
No obstante, esa misma Poesía, cuando es malentendida, resulta ser algo así como un  mal deporte de riesgo. El peor barómetro del espíritu. Juego ponzoñoso, mortífero. Mero pasatiempo similar a unos zapatos de hormigón armado. O a un disparo en la sien.
Porque las autoridades sanitarias no lo advierten, pero esa Poesía mata. Convertida en arma de destrucción masiva, cargados sus versos de metralla, puede reducir el flujo sanguíneo y provocar impotencia. Por eso debería estar prohibida su venta a mayores de cinco años, barbudos soberanos, jueces, profetas, mandos policiales y censores religiosos.
Y ya, cuando esa misma Poesía es pisoteada por la muchedumbre enfurecida, entonces sobran las palabras. Es el caso del poeta Ashraf Fayadh, sentenciado a muerte en Arabia Saudí por apostasía y abandono del Islam. Selecto club es este en el que, al parecer, igual que ocurre con la mafia calabresa y en algunos gimnasios patrios, nadie puede causar baja voluntaria.
Acusan de ateo los saudíes furibundos al joven poeta. De propagar ideas destructivas en contra de su dios. Distribuyen los monarcas absolutos participaciones en forma de latigazos. Y lo hacen a la luz de la luz mediática que se eleva a lo sombrío. Para que vivir sea alcanzar la muerte. “Los poetas no tienen biografía”. Lo dijeron Valente y Paz. “Su obra es su biografía”.
La obra de algunos, por desgracia, sigue siendo su funesto obituario.
En realidad, Fayadh va a morir por culpa de una sarta de metáforas malentendidas.
Aceptemos en el resto del mundo, una vez más, lo inaceptable: que a un poeta lo sacrifiquen por el todo al todo. O por el todo a la nada. Por la intransigencia y el sinsentido.
Primero será Ashraf Fayadh. Después nos tocará a nosotros.
Porque morir es un arte que, gracias a YouTube, conocemos muy bien.
Pero sigamos así: de línea en línea hasta cantar el bingo de nuestra vergüenza. Instalados ante el amanecer de los gemidos. Contemplemos al poeta como a un médium a través del cual podamos adquirir conciencia de nosotros mismos. Dejemos que, a partir de hoy, sean los poetas condenados a muerte quienes expliquen la historia de los pájaros a los niños.

[Los ‘mendiguays’]



En Viena hay cuatro espejos donde juegan tu boca y los ecos lorquianos. Y hay mendigos por los tejados del deslumbrante vals que nunca, nunca, nunca acabará de morir en tus brazos. En Madrid, sin embargo, a los pedigüeños de Gran Vía y aledaños –Callao, Preciados, Valverde, Desengaño, Soledad Torres Acosta– les ha dado por fingir lo que realmente son.

O lo que, en realidad, todos somos: vendedores de crecepelo.

Publicitan los mendiguays en liza sus habituales indigencias con eslóganes de variada condición, de impecable factura: “Pido para un Porsche”. “Pido para un Testa Rosa”. “Para invertir en cervezas y otras drogas”. Y en este plan.  Compiten desde sus respectivas esquinas, míseramente acartonados, para convertirse en el aguerrido Don Draper de su mendicante promoción. Actúan como si fueran flamantes mad men al borde del enfisema y no homeless. Son los suyos carteles cuyos lemas han dejado atrás los gastados, aunque efectivos, “Pido para comer”, “Ayúdeme” o “Tengo hambre”.

Se llevó mi premio, el amago de carcajada y una moneda de dos euros, el que la otra tarde había escrito en su cartel: “Aunque sea una sonrisa”. Me pareció brillante. Digno de un Don Draper con soberana vocación de indigente.



Gestionan el pánico, las bombillas y las inclemencias del crudo invierno, caracterizados de coaches de su propio infortunio, los mendiguays en este agónico Madrid 2015. Mientras tanto, a nuestro fulgurante paso, acarician una y otra vez el lomo de sus escuálidos perros color perro. O rebuscan restos de redención en el fondo de los envases de los churretosos mcnuggets de pollo. Y sonríen, siempre sonríen, aunque de manera iracunda, asomándose al interior de nuestros almarios. Calculan, a nuestro paso, peliagudas estrategias de marketing online. Se conjuran para sonsacarnos el último céntimo de euro del bolsillo. Confinan toda nuestra compasión en spots de lotería que, afortunadamente, no resultan tan lacrimógenos como los originales.

Son ellos los que tratan, esta vez, de animarnos desde el rincón de la calzada. Deben vernos fatal. De seguir así las cosas, acabarán por ser ellos quienes nos den limosna algún día no lejano.

Hasta para mendigar hay que estar a la última. Que no en las últimas. Toca seguir alguna moda. Ya sabemos lo triste que es pedir. Pero para hacerlo toca ser rimbaudianamente moderno. Por eso se comportan los carpantas madrileños, en este momento de la pertinaz crisis, como si fueran George Clooney y estuvieran dentro de un anuncio de Nespresso: nos arrojan, violentamente, sus sonrisas.     

[El gato al ‘cava’]



Me siento Ruiz. Demozcópico. Mezquino. Deleznable. Y, en determinados momentos del día o de la noche, según hayan hecho efecto las pills de mi cuantiosa medicación, eztafado.
Soy un Ebenezer Scrooge a quien el frío interior le hiela las viejas facciones, le amorata la nariz afilada, le arruga las mejillas, le entorpece esta incómoda postura propia de un caganer bipartidista al que han dejado sin papel higiénico ni posibles pactos de gobierno que llevarse a las nalgas. Y asumo, como el votante consternado que llevo dentro, cual diarreico pastorcillo medio oculto entre el musgo, esta catastrófica desdicha electoral que va a impedirnos celebrar unas navidades tan blancas como dios manda. ¡Oh, ‘bronca’ Navidad!
Por todo esto me siento Ruiz. Y deliberadamente zucio.
No obstante, me empeño hoy en divagar, aquí, mientras permanezco encogido, con los pantalones en los tobillos, en alguna zona desierta del sur de este belén denominado España. Pero lo único que tengo claro es que al caer la tarde, a las puertas del portal, o del Congreso, deberíamos ser un sinnúmero de figuritas las que defecásemos juntas, contraídas y pestilentemente airadas en medio del embrollo democrático en el que nos hemos metido.
Un sinfín de caganers irreductibles. Dispuestos a armar la marimorena. En legítima y excrementicia defensa.
Puede que esta posibilidad de comunión defecatoria nos permita experimentar sentimientos sordos de euforia, ternuras que nos mantengan a salvo del estreñimiento, y los acontecimientos empiecen a abonar nuestro reciente optimismo.
¿Por qué tanto odio? ¿Era realmente necesario? ¿Ha salido algún claro ganador de esta insensatez?
Aun así, hasta que por fin se cumpla esa hora halagüeña, permitidme sentirme Ruiz. También Scrooge. Y demozcópico. Para maldecir estas navidades concebidas como un cotillón postelectoral que Rajoy acaba de endilgarnos. Dejadme renegar, en la agitada víspera de este sindiós, de una cena de Nochebuena en la que los suegros, en pleno chupeteo de la pata de su pertinente nécora, oficiarán de sesudos analistas políticos. En la que algunos pretenderán convertir al sobrinito ochoañero en un miniyó de Errejón dispuesto a entonar ‘La Internacional’ por todo villancico.  Condenemos juntos la nochebonus track, repleta de hastío constitucional y teorías conspiratorias, que se avecina. Malaventurados sean por ello los que nos echan a los hambrientos leones del cuñadismo talibán. Se acabó eso de sentar a un pobre a la mesa en fecha tan señalada; a partir de ahora, lo que toca es invitar a los tertulianos de ‘El gato al agua’ o ‘Al Rojo Vivo’.

[El ojo de Rajoy]



El ojo. El ojo de Rajoy. El ojo izquierdo de Rajoy. Saltarín y hiphopero. Se resume en  la estupefacta visión de ese ojo hiperactivo una manera de enfrentarse a la política. Pura ontología. Los papeles de Bárcenas hicieron perder los papeles al ojiplático Rajoy. No hace falta papel. Claro que no. Pero sí papeles. Papeles traicioneros y apabullantes. Papeles que desquicien la pupila de Rajoy. Papeles. Pupilas. Nos faltó saber, ante la desaforada insistencia del político conocido como Pdr Snchz, si ordenó o no ordenó el coronel Rajoy el código rojo. Rojo. De ojo.
No me extraña que esta semanita en cuestión, con el recuerdo de ese ojo buñuelesco aún fresco en nuestras retinas, se esté haciendo cuesta arriba. Tanto que, en ciertos tramos, mantiene el nocivo desnivel de los puntiagudos ochomiles. Arrastramos todos, sin excepción, a la hora de coronar este Himalaya chungo, la resaca del cara a cara, o jeta a jeta, o del ojo por ojo, con código rojo incluido, que mantuvieron el pasado lunes los dos candidatos de postín.
Eso sí, a algunos, a los curriquis indecisos, nos toca trepar ahora por esta brokeback mountain escarpada hasta las pestañas y lo hacemos acordándonos del puñetero Sísifo y del Camus que lo amamantó. Y lo hacemos con la tremulante convicción de que, al menos, en nuestras mochilas tenemos claro a quien no vamos a votar el próximo domingo.
Pero sí a botar. Sinónimo de echar. De despedir.
De  modo que sigamos avanzando un poco más, sin resuello, hasta que alguien cante el bingo definitivo. Encumbrémonos dominguera, sulibeyante, electoralmente. Demostrémosle al sherpa jefe quién diablos manda aquí. De qué material están hechos nuestros huesos, nuestras quimeras. Aunque acabemos tan perjudicados como Arrabal el día que anunció la llegada del milenarismo. Resacón. Inexorable resacón. Pero no en Las Vegas. Ni en Tailandia. Sino en la mismísima sede de la Academia de Cine. ¿Quién echó esta vez, subrepticiamente, el Rohypnol en las pantallas de plasma? ¿Fue Mariano, Pedro o Campo Vidal? ¿Dónde acabó dormido el triste tigre de Mike Tyson? ¿En qué lejana región tibetana perdimos la intención de voto? ¿Por qué nuestros recuerdos dan vueltas como si fueran albóndigas dentro de un microondas?
¿El último cara a cara de nuestra democracia? Si eso es cierto, como vaticinaron algunos, verlo fue comprender que no nos queden ganas para más.
Indecente. Miserable. Y ruin.
Tres palabros conformaban la santísima trinidad del viejo ‘mobbing’ bipartidista.
Quien los probó, lo sabe.

[Nacho, mi villano favorito]



El periodismo actual se pasea con su traje de muerto a la entrada de un agujero negro. Ahíto tras comerse todos los marrones que flotaban en su redacción digital y harto de soportar las memeces del ‘community manager’ de turno, se ha cerrado en banda. Huye el periodismo actual, después de soltar un lacónico “bye, bye, Spain!”, por las carreteras secundarias de una Galaxia muy, muy lejana. Camina, sable láser en mano, por el lado izquierdo del arcén, bajo la cascada de tiempo-espacio que se derrama sobre el horizonte de eventos. Se comporta igual que el Gran Maestro Yoda. Deambula en busca de una nueva biografía.
Y, casi a oscuras, como en pleno cierre, recorre su espinazo esa frialdad azul que lo acompaña, como náusea al acecho, desde que los titulares y las entradillas se redactan en su planeta a golpe de hashtags, de mediocridad o de simpleza. O desde que el repiqueteo de las antiguas Hispano-Olivetti fue sustituido por el silencio administrativo propio de las funerarias interestelares venidas a menos.
El periodismo actual se comporta como si nunca hubiese vuelto de un viaje agotador.
Sin embargo, no existe remedio para sobrellevar tanto jet lag.
Al periodismo actual le han crecido los jedis hasta debajo de los iPhones y los úesebes. No le faltan enemigos. Es como si a Luke Skywalker se le empezasen a amontonar, como si fueran repelentes gnomos de jardín, cientos de ‘darthvaders’ a los que apalear.
Algo funciona mal en un planeta cuyo entrevistador estrella y de referencia es Bertín, cansino intérprete de rancheras cuyo programa parece salido de un Masajes A Diez Euros con final feliz. Algo marcha –no mal, sino mucho peor- cuando unas elecciones generales se dilapidan en una especie de galáctico cara a cara en el que ningún candidato se moja.
Y, para más inri, nada puede ir bien cuando califican de “demagogia” las acusaciones contra Ignacio Villa -es decir, ‘Nacho, mi villano favorito’- por haberse pulido más de 136.000 euros durante su etapa como director de la Radio y Televisión de Castilla-La Mancha. Por no mentar, claro está, la disparatada apertura de una corresponsalía en Hong-Kong, por valor de 144.000 euros al año, mientras se producían recortes y despidos en el medio.
El periodismo actual se adentra, tras santiguarse, en un agujero negro.
Su interior, como el silencio de Wittgenstein, es el reino de lo extraordinario.
Con todas sus tinieblas.
Se requiere, para permanecer allí, la voluntad del estoico. O la del suicida.