[Vista Cansada]
Resulta extraño, lo sé. Como
también sé que existe un primer mandamiento del Manual de los jóvenes ‘columnistas’ (aunque no recuerdo ahora si
estaba firmado por el Pato Donald o por Alfonso Ussía) que prohíbe,
tajantemente, al escribir, caer en el ombliguismo, ese archienemigo íntimo de
la razón más o menos impura. Pero es que me va mucho en ello. Quizá demasiado.
Ver o no ver, esa es la verdadera cuestión. Veréis, este es el primer texto que
escribo con mis ineludibles, engorrosas y recién graduadas gafas de vista
cansada. Cosa que hago cariacontecido, inmerso en plena pesadilla para
cuarentones sin complejos. En plena constancia oftalmológica del ocaso: una
cuesta abajo con visión limitada que evidencia, en su declive, el inexcusable
ocaso del tiempo.
Arranca,
fatigosamente, el motor diésel. Comienza el repecho final. Los primeros
achaques. ¿Quién coño dijo que los 50 eran los nuevos 40? El caso es que mis
cañerías, de noche, empiezan a hacer ruidos inéditos, endiablados. Y gotean,
gotean, gotean. Contemplo así, con las flamantes, costosas e incómodas gafas Alain Afflelou puestas, desde las
profundidades de mis encharcadas suelas, el oneroso derrumbe de mi ser y de mi
estar. Me silban al oído, cuando no sueltan todo tipo de lúbricos e indecentes
piropos, las brujas de Macbeth. ¡Atención, el niño de 30 años de Miliki que soy
inicia aquí, hoy, ahora, el fatídico sketch
de la vejez! ¡Qué pena de función!
Tengo la vista
cansada, molida, exhausta, derrotada, de mirar un mundo que no quiero ver. De
prever, cuando duermen, el futuro de mis hijos. De releer pésimas noticias. De
liquidar multas e IBI’s que suponen un expolio sistemático. De que en España
sea Halloween todas las noches. De mirarte a los ojos, al cruzarme contigo en
el ascensor, para constatar que tú, al igual que yo, tampoco crees ya en El
Dorado que nos vendieron y denominaron Estado del Bienestar. De que no haya,
alrededor, la misma luz de antes. De que todo, en tu palidísima mirada, sea
estruendo. Es entonces cuando propino un cabal martillazo en mis gafas, para
pulverizarlas, aplastándolas ferozmente, y empiezo a ensayar el agudo silbido
con que llaman los ciegos a sus perros.
Rebasar los 40
puede tener ventajas y desventajas. No ves las letras de cerca, es cierto;
pero, a cambio, aprendes a reconocer la gilipollez de lejos. Y siento deciros
que, visto así, con gafas o sin ellas, estamos definitivamente rodeados. De
modo que mucho cuidado ahí fuera.
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Letradicto
[Refugees Welcome]
Ya no les permiten volver. Cuando
se fueron, dejaron cerradas las puertas sobre los mapas. Al salir de sus casas,
echaron doble vuelta a la llave y empezaron a caminar al compás ubérrimo de la
derrota. Maldiciendo entre dientes. Dejando atrás, desatendidas, las zanjas
removidas de sus huertos. Desmemoriándose, sucumbiendo. Retumbando sus miedos
palpitantes, cubiertos con sacos.
Nadie aguarda
ya su regreso. Pueden ser abogados, electricistas, banqueros, médicos. Pero son
sólo refugiados. Su epitafio es el editorial del periódico de ayer. Provienen
del asombro celeste de los niños enjaulados. Sus párpados son de cera. Y caen
sin gloria, lo mismo que los pobres.
Por eso han
vuelto a desaparecer, sin motivo aparente, de la actualidad.
Porque, según
los jefes de Gobierno de la UE, son un conflicto que huye de otros conflictos.
Nadie aguarda ya su llegada. Ni que
regresen a su hogar. Cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que este es
el motivo por el que, mientras recorren Europa en busca de una vida, miran
siempre más allá del lugar donde llega nuestra vista. Ellos saben bien que, en
el fondo, lo más importante es hacer lo que no se puede hacer, cruzar
fronteras, mostrar a las cámaras sus manos huecas, alejarse del fuego, burlar a
la muerte, sobrevivir, ¡aquí y ahora!
“Refugees Welcome”. Retiran las
pancartas de bienvenida al refugiado que cuelgan de las azoteas de algunos
edificios públicos -macroayuntamiento incluido- de Madrid. Ahora que ya casi
están aquí –llegarán, previsiblemente, a partir de noviembre-, no les parece
una buena idea que sepamos han venido. Son, oficialmente, molestos. Del viejo
Madrid del “No pasarán” al acceso de burda compasión administrativa del “Refugees Welcome”, hay trecho.
Siguen aquí.
Nuestras fuerzas vivas. Más vivitas -y coleando- que nunca. Algunas, hasta se
dan golpes con el puño en las medallas y crucifijos del pecho. Tratan de
recuperar el tiempo perdido. “¿Los refugiados son trigo limpio?”, se pregunta
el arzobispo de Valencia. “La amenaza está ahí y no sabemos si todos los que
vienen tienen la calidad humana que nos gustaría”, le responde un general. Y
así hasta la náusea.
Mientras
tanto, muchos ciudadanos desconocemos el origen o la calidad humana de nuestros
máximos responsables eclesiásticos o policiales, pero nos aguantamos.
Quizá porque
pensamos en Europa no como una etapa de aprovisionamiento de fondos, sino en el
futuro.
Y es que la
mayor riqueza que traen consigo los refugiados no es transportable en arcones.
Ni puede ingresarse en cuenta corriente.
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Letradicto
[Cerbantes]
Así, con be. Con be de bizarro.
Con be de batiburrillo. Que es como al ilustre manco alcalaíno le gustaba
rubricar, según cuentan, sus abundantes facturas. Con esa misma be con la que
se reía de todo el mundo y de sí mismo -empezando por la letra más borreguil de
su insigne apellido-, la editorial Reino de Cordelia acaba de publicar Don Quijote de la Mancha, de Miguel de
Cerbantes, ilustrado por Miguel Ángel Martín en edición de Pollux Hernúñez
y Emilio Pascual.
Y así, con esa
misma be -de burocracia, banalidad y bufonada-, me temo que esto es lo más
notable que va a suceder, en materia cervantina, hasta que el 22 de abril de
2016 se celebre el cuarto centenario de la muerte del escritor. A pesar de los
65 millones de euros de vellón aportados por el Gobierno para festejar la
efeméride. A pesar de la Secretaría de Estado de Cultura. A pesar del Instituto
Cervantes del insigne Víctor García de la Concha, quien ya ha advertido de
cierto “retraso” en los preparativos. A pesar del Ministerio de Educación,
Cultura y Deporte. A pesar de las comisiones nacionales. A pesar de todos los
pesares.
Un Quijote punk. Eso es lo que necesitábamos. Desde
hacía tiempo. Una colorida vuelta de tuerca a un libro que estamos obligados a
reinterpretar constantemente, ya que los clásicos lo son porque admiten todo
tipo de ‘tropelías’. Como recontar la historia del ingenioso hidalgo en clave
de spaghetti western o reconvertir a
Quijote y Sancho en Bud Spencer y Terence Hill, que es lo que ha hecho Miguel
Ángel Martín.
Queda
redecorado, de esta manera, el clásico español por excelencia. Con un centenar
y medio de dibujos a tinta china y acuarela sobre papel facturados por el comiquero patrio más reconocido dentro y
fuera del país, Martín, quien fue galardonado en su día con el Premio Yellow
Kid de Roma al mejor autor extranjero (una especie de Oscar del noveno arte).
Ahora lo
importante es que se relea.
Aunque me temo
lo peor.
No en vano
expertos cervantistas, críticos, estudiosos y otras gentes de malvivir
coinciden en que, de plantarse aquí mañana don Miguel de Cerbantes Saavedra al
volante de un DeLorean, nunca ganaría el Premio Cervantes. Le tocaría ver,
anonadado, cómo se lo dan a Cristina Pedroche. El pobre Cerbantes escribiría
una obra maestra parodiando los ‘thrillers’ suecos, eso es más que seguro. Sin
embargo, se vería obligado a autoeditársela en Amazon.
Vale.
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Letradicto
[Diez ‘Negritas’]
¡Uno dos! ¡Alerta a todas las unidades! ¡Código diez cero! ¡Nos
informan de que ha sido localizado, mientras pululaba por los chiquiparques de
Madrid Río, el brazo incorrupto de Santa Patricia
Highsmith! Y continúan paseando, cogiditos de la mano, calle Desengaño
arriba, como si fueran dos amantes chuequeros
–tal que los de Teruel, aunque más ‘ambientados’ (tonto ella, tonto él)– Julio Gálvez y Pepe Carvalho, dos ‘thrilleros’ incombustibles, pareja de desecho
‘negropolicial’. Van en busca de cuartos oscuros, delicados, pegajosos,
fúnebres; a la caza de estrafalarios excesos. ¡No les quiten ojo de encima!
Madrid es el
Madrid acarmenado en el que algunas vedettes
televiseras ya no quieren ser princess,
sino reinamadres colgadas de la copa
de los árboles ginecológicos deshojados por este otoño antimonárquico, lluvioso,
criminal. Lugar siniestro donde a los universitarios se les obliga a recoger la
basura y a currelar, lloriqueando, mientras barren las calles de los bordes de
Europa. Y Agatha Christie es una
ancianiña que da de comer palomitas de maíz envenenadas a las palomas mientras
espera que se arregle lo de sus vacaciones con el Imserso. Benidorm, tierra
prometida de la oronda legión que conforman los jubilatas del mundo. Marinadorismo en temporada subterránea.
Algunos, de hecho, están aquí para vivir tan bien su vejez que hasta la muerte
temblará, amedrentada, al recibirlos.
Getafe,
capital del ‘noir’, se vuelve, como cada año, un poco más negra en octubre. Es lo
que afirman algunos expertos. Y sus negruras se extienden, como la Nutella, por
cada rincón grafiteado de una ciudad rebosante de sucesos y de almas antiguas.
Entre gatos acechantes y ratones amnistiados. Por eso portan los madrileños,
balbuceantes y temblorosos, sus e-books
como si fueran mudas armas de fuego. No es miedo: es certidumbre. Getafe Negro.
Lo dicho. Cada vez más ‘noir’.
Don Winslow, Andrea Maria Schenkel,
Sebastian Fitzek, Alicia Giménez-Bartlett y demás ‘sospechosos habituales’.
Comisariados por ese ‘thrillero’ hiperactivo e incombustible que es Lorenzo Silva. Autores, periodistas y
expertos del ramo charlan estos días acerca de lo ‘negropolicial’. Dejan claro
que la gran novela negra actual se escribe en la tele (Breaking Bad, Los Soprano, The Wire, Boardwalk
Empire…). Dan un repaso a la situación del periodismo de
sucesos, mucho más negra que el propio género negro. Y es que a las tres
inevitables ‘des’ de todo buen periodista de las que hablaba José Luis Gutiérrez, Guti, es decir, “depresivo, dipsómano y divorciado”, hoy hay
que sumarles tres más: “despedido, desempleado y desahuciado”. O sea.
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Letradicto
[A Martillazos]
Escribir. Es-cri-brir. Escribir hasta inundar todos los folios de este
mundo. Hasta empaparlos en una rabia canina, entintada, procesal,
incontenible. Escribir para manchar los rincones inmaculados de cada página. Para
rociar los documentos de Word con tu odio escarlata y sublime. Provocar incendios
dactilográficos con la yema de tus dedos. Pero delicadamente, como hacen los
pirómanos más viejos del lugar nada más llegar al bosque. Escribir. Escribir igual
que se doma, sin látigo que valga, a la famélica manada de leones de un circo desahuciado
por los concejales de cualquier ayuntamiento sin puñetera gracia.
Escribir como
se mata. O como se muere. Escribir para bucear, sin botella de oxígeno, en las
profundidades de uno mismo. Escribir en busca del asesino que llevas dentro. Hasta
alejarte de la luz. Escribir a martillazos. Sin perdón. A navajazos. A
bocajarro. Rechazando paliativos. Mantenerte ajeno a cualquier ternura.
Escribir sin lástima ni piedad. Escribir, siempre, desde el lado nocturno de la
verdad. Escribir amparado por nocturnidades y alevosías. De manera enajenada y en
estado permanente de locura transitoria. Ejercer el poder destructivo de la
escritura. Someter a tus víctimas con total impunidad. Escribir al dictado de
una rabia incontenible. Escribir para agarrar a la realidad por el pescuezo. Por
el alma. Igual que lo haría, con sus uñas pintadas de rojo sangre, una amante
despiadada. Escribir con el arma cargada de cartuchos. Apiolando ruiseñores.
Disparar a dar. Siempre a dar. Entre una y otra ceja.
Escribir a
chorros. Entre cristales rotos. Y empaparte de sangre, mientras escribes, las
manos. Escribir a mitad de un titánico naufragio. En medio de una batalla
campal. Aporrear el teclado, con fuerza inusitada, hasta que las letras salten
por los aires. Provocar úlceras de párrafo. Facturar los obituarios más
humillantes justo cuando los fiambres estén más vivos y coleando. Escribir hasta
que te duelan los brazos, las piernas, la médula espinal. O hasta que empiecen
a metastasear, por sí solos,
alentados por tu propio espíritu de supervivencia, algunos párrafos punzantes.
Aterrizo, aquí,
para escribir. E intentaré mentir, cuando toque, con la mayor sinceridad
posible. Evitaré caer en plúmbeas homilías. En discursos banales. Dejaré a otros,
mucho más eficientes que yo, que transcriban al dictados sus miedos. O que
mientan de forma indiscriminada. Como dijo Clarice
Lispector, la escritora brasileña: escribir es una maldición, pero salva.
Quizá por eso aterrizo aquí. Porque, últimamente, sobre todo en esta profesión,
no abundan los chalecos salvavidas. Y, mucho menos, para nosotros: los
malditos.
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Letradicto
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