Lo de sobrevivir al pop-art tiene mérito. Sobre todo cuando eres uno de sus padres putativos y sabes que Hockney, tu primer apellido, se ha convertido, como por arte de magia (aunque con más arte que magia) en marca registrada. La de los clásicos vivientes que lo son desde jóvenes.
O sobrevivientes, como es el caso. Pero pasa el tiempo y la verdad desagradable asoma: te ves una mañana de mayo frente al mismo lienzo, con la misma gorra, las mismas gafas y las mismas e irrefrenables ganas de seguir pintando que tenías a los 18 años. E intuyes que sigues siendo el joven hambriento de brochazos y colores de fuiste.