Me recuerdo, desde que sólo levantaba cuatro palmos del suelo, escribiendo. Aunque no escribiese. Imaginando historias que tenían la finalidad de ser contadas. O leyendo. Leyéndolo todo. De todo. Hasta lo que no tenía palabras. Tebeos, libros, revistas… De lo que se puede deducir que, como bien dicen, el escritor nace. Lo normal es que luego se forje en busca de una voz propia y crezca, pero tiene que haber, ya digo, una llama inicial que, por muy jodida que se ponga la cosa, nunca se extinga.
Esa misma llama es la que adquiere todo aquel que haya abierto un libro alguna vez, en su niñez, y haya visto que el mundo que le rodea, su mundo, se abre también hacia dentro, extendiéndose hasta confines o territorios que nunca acaban de ser conquistados. A mí me ocurrió con 'La resaca', de Juan Goytisolo. Libro que debió caer en mis manos cuando tenía unos 13 años. Aún no sé si se trata de la lectura adecuada para un niño. Imagino que no. O que sí. El caso es que, lo que es a mí, me provocó el deseo de escribir. Y eso es algo a lo que siempre estaré agradecido a Goytisolo. Como se lo estaré a Delibes por 'Las ratas', o 'El camino', o 'La sombra del ciprés es alargada'. O a Cela por 'San Camilo 1936' o 'El asesinato del perdedor'. O a Baroja por 'La busca'. O a Céline por 'Muerte a crédito'. O a Camus por 'El extranjero'. No sé. Podría citar miles de novelas. A Octavio Paz se le olvidó añadir que la biografía de un poeta, además de en lo que escribe, permanece instalada en lo que lee. O ha leído.
Don José. Se llamaba don José. Era bajito, regordete y le acompañaban permanentemente una colillas de Ducados encendida y una media sonrisa de ironía aderezada con salfumán. Era mi profesor de Literatura en 6º de EGB. De don José recuerdo los batacazos en la mano con una de aquellas enormes reglas de madera para pizarra, que a modo de castigo, dejaban a su paso un rastro de dolor, polvo de tiza y arrepentimiento. De don José recuerdo el Vicks Vaporú, otro castigo inventado por él que dejaba doloridas las orejas durante un trimestre. De don José recuerdo que fue la primera (y única, por suerte) persona que me ha cruzado la cara de un hostión. Pero sobre todo, si os he de ser sincero, de don José recuerdo que me enseñó a leer 'El Quijote', y todo lo que vino después, del mismo modo emocionado en que leen las cartas de amor los adolescentes enamorados.
Y como eso, como un viejo adolescente enamorado me he mantenido hasta hoy en mi relación con la literatura. Sintiendo que el corazón se me acelera ante cada descubrimiento. Pasando noches sin dormir enlazando un libro con otro para beberme, con ansia de recién nacido, la leche negra del autor recién descubierto. ¿El último? Pues fue la semana pasada, sin ir más lejos. Gregory Corso. Uno de los santos incorruptos de la generación Beat. El gran tapado. El mejor de todos ellos, en mi opinión. De quien supe que tenía una nueva joya cuando, fisgoneando en la librería Visor de Madrid, cayó entre mis manos 'El feliz cumpleaños de la muerte'. Y no he parado hasta leer su 'Gasolina' o pedir por internet, en inglés, su libro dedicado a Kerouak.
¿Y qué hace del bueno de Gregory Corso uno de mis más recientes enamoramientos? Pues lo mismo que lo hace de Fabio Morábito, o de Manuel Vilas, o de Daniel Glattauer. O lo mismo que lo hizo de 'El Quijote', o de 'El Lazarillo', 'El Buscón', 'Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy', de Laurence Sterne, o 'El maestro y Margarita', de Bulgákov, u 'Opiniones de un payaso', de Boll, o 'Pálido fuego', de Navokov, o 'Campos de Londres', de Martin Amis, o 'La broma infinita', de 'David Foster Wallace', o los poemas de Nicanor Parra, u Oliverio Girondo. Estoy hablando de el humor. El sentido del humor. Uno de los pocos flotadores que quedan libres y a nuestro alcance mientras la orquesta del Titanic sigue tocando en medio del naufragio.
El humor, en cualquiera de sus vertientes y por muy denostado que esté en estos tiempos de corrección política y pomposa gravedad que corren. El humor que nos permite señalar al rey cuando está desnudo (o cuando casi se mata cazando elefantes). Hacedme reír una sola vez y me tendréis a vuestro lado de por vida. Compartamos la risa como pugnaz mecanismo que nos permite ampliar los campos de batalla de nuestra imaginación. El humor es un conservante literario de enorme efectividad. Un somero vistazo a la historia de la literatura basta para comprobar que el 'humor' funciona muy bien a la hora de aplacar los tiempos del cólera.
A los 24 años, en plena universidad, me encuentro entre las manos con una novela recién escrita que lleva por título 'Travolta tiene miedo a morir'. Da cuenta de las andanzas de un seminarista homosexual por el Madrid nocturno y peligroso de los polígonos y los 'afters' más pringosos. Teodorito, que así se llama el seminarista, y viene a ser una especie de Travolta gordo y ávido de evangelizar almas perdidas, acabará en la cárcel de Carabanchel acusado de asesinato. Allí encontrará el amor encarnado en Rosalinda, una travesti que enseña a los principiantes. Él encontrará el amor carnal y yo me encontraré con el Primer Premio Francisco Umbral de novela, concedido en 1997. Medio millón de las antiguas pesetas, lo que no estaba nada mal para un chaval que empezaba en esto, y la publicación de la misma presentada por el mismísimo Francisco Umbral.
De mi novela dijo Umbral en la presentación (por una vez en su vida no habló de su libro sino del de otro): «Hoy nace un escritor, a no ser que se mate en una moto, caiga en la droga o termine sus días en al cárcel de Carabanchel. (…) Su 'Travolta…' está en la corriente actualísima del realismo sucio pero con una escritura propia y fuerte, una construcción sabia y un humor seco y nuevo que debe ser el de esta juventud: el autor tiene veintitantos años. Me enorgullece patrocinar una primera novela tan lograda, la mejor en su género dentro de España". Imaginaos cómo se me quedó el cuerpo. Y por fortuna no he caído en la droga (de momento), no me ha matado en una moto (aunque estuve a punto hace unos años) y la cárcel de Carabanchel, para alivio mío y de los míos, cerró hace años.
'Valium' cuenta la historia de un treintañero que, tras darlo por muerto cuando era niño, se reencuentra con su padre. Y descubre que, durante todo ese tiempo, ha compartido su vida con un hombre y ha estado relacionado con el ambiente gay de la capital. La novela está escrita en primera persona. Es decir, habla de mí. Aunque pasándolo todo por la túrmix de la ficción. De la literatura. Estaba dedicada a mi padre. Así: 'A tu salud, papá'. Creo que él nunca me perdonó que me lo cargase en la ficción. Gracias a ella tuve, por primera vez en mi vida, una agente literaria (Ángeles Martín), quien me enseñó que no hay nada peor, para un escritor, que dejarlo todo en manos de una agente literaria. Quedé entre los diez finalistas del Premio Herralde de hace doce años. Creo que la novela envejece bien. Su protagonista trabaja en una editorial pornográfica y arrastra, en su relato, una especie de existencialismo que cobra mucha fuerza mezclado con el humor. Salió algo medio 'almodovoriano' y medio surreal, pero bastante poético.