[La vida AG (antes de Google)]



Porque yo tengo sólo doce años, no comprendo aún de qué se trata todo aquello; me limito a quedarme allí observando, quieto como un muerto, con la mano en el quicio de la puerta. Están desnudos. Primero, los labios de uno recorren la barbilla del otro, descienden por su garganta, se cierran en torno a sus pezones, ¡que sí!, ¡que sí!, se empeña, no te muevas; su lengua prosigue hacia abajo, resbalando a lo largo de su cuerpo hasta que atraviesa el ombligo y recorre su vientre.
Dura mucho tiempo, muchísimo tiempo, acaso una hora. Luego, el más joven clava las manos en la pared y adopta una actitud sumamente complaciente, ¡ah!, le responde: ¡concéntrate!
Entonces desliza las manos sobre los músculos de su amigo hasta que le dobla las piernas, ¡hale, venga!, y se las separa después.
Tal visión me produce una sensación muy extraña, porque apenas puedo verles, ni tocarles, no sé dónde estoy, conque empiezo a correr por las montañas de arena y me echo a llorar y siento que el corazón me da un vuelco y que la saliva se me seca en la boca.
Tengo doce años y en todo este tiempo jamás he cometido un error peor y más funesto que hoy, al meterme en el vestuario del campo de fútbol del equipo que papá entrena.

Ahora sólo me queda un sitio al que ir.

La luna tiñe de amarillo el viejo edificio oscuro cuyo tejado de pizarra reluce. Completamente sola, a lo largo de todo el día, mamá plancha un chándal en la cocina.
Ya no duerme de noche y reza, prosternada en el pavimento, abatida ante un dios desconocido y una plancha eléctrica de solac.
—¡Cállate! —me dice y yo lloro más. Lloro más alto.

Extracto del relato publicado en Borraska, el ciberfanzine de literatura subterránea del escritor/agitadorcultural Patxi Irurzun. Leer entero pinchando aquí.