Que Dios nos coja confesados. Surgimos de la nada que rodea las verjas de este motel y la Muerte trata de clasificarnos sobre sus sábanas de raso, pero los simpapeles somos demasiado numerosos como para organizarnos. De modo que atravesamos el amplio arco de entrada de la suite presidencial, estrechamente apiñados, y, tristes al caminar, empezamos a enumerarnos.
–Somos el espíritu de las navidades futuras y venimos en nombre de todos los losers, los inocentes, los homeless, los latinos, las mujeres, los niños y los negros de este país –le notifica, con vozarrón de ultratumba, nuestro secretario general.
Él se incorpora, asustado, y gatea por encima de las pálidas top-models que dormitan en el suelo del mismo modo en que se apilan las hojas otoñales en los barrios elegantes. Lleva todos los olores de la existencia pegados a su albornoz y arrastra una resaca de campeonato tras la party grandiosa, postelectoral, desaforada.
Se respira una paz dulce y tranquila. Ningún demócrata a la vista. Logramos oír, afinando el oído, sus débiles gemidos. Qué vulnerable parece. Sin embargo, no sentimos nada frente a su dolor. Nada, pese a que tenemos sobrados motivos de queja.
Tendemos en su frente alambre de espino. Alambre viejo, oxidado, rojo oscuro. Una maraña de remiendos y envolturas y pinchos metálicos que se confunden con su pelirrojo cabello. Este Míster Scrooge de carne y hueso está ahora completamente desnudo y alguien rocía su cuerpo con el contenido de un bote de kétchup.