El 28



Diluviaba tenaz,
arrebatadamente. Tanto, que aquel tipo confundía el reguero de cada gota con sus propias lágrimas. Una de esas tormentas en las que los contornos de las cosas adquieren vida dentro y fuera de uno mismo. Recordó que Pessoa había escrito que no hay mejor forma de entrar en la ciudad que el propio Tajo, a bordo de un barco, para contemplar «las casas que parecen agruparse vivazmente como racimos sobre las colinas». Lo que nunca contó el poeta es la manera en que se sale: mortalmente herido. Los demás, incluido el camarero, tenían muy poco que decirle. Por eso guardaban una distancia calculada. Le parecía bien. No se sentía culpable. Lo único que pretendió fue impedir la ruina de su corazón. Se limitaría a mirar a la gente. Aseguraría su silencio total. Entre tanto, no dejaría de llorar. La vida se compondría a partir de entonces de menudencias: un licor de cereza, la visión de una joven madre empujando un carrito en mitad de la lluvia, un tranvía (el número 28) deslizándose por el empedrado camino del cementerio Dos Prazeres. Vació después de suspirar una copa, otra y otra más. En Lisboa, nada es lo que aparenta: el Tajo parece un mar, aunque no es más que un río; las negrazas caboverdianas semejan diosas, pero son mujeres. Que hieren como las balas. Que hacen sangrar saudade.

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Se preguntan los poetas de los Trecetrenes, según el pánico Arrabal, si no es demasiado pronto para saber si es demasiado tarde. Lo único que yo sé es que se siente uno bien, y en la mejor de las compañías, a bordo de su vagón de cola.
Gracias a Esther, a Lara y a Nuria por estar
ahí. Bon voyage!
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