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 A aquel tipo lo encontraron tirado en el suelo del local, junto a la barra de neón, agarrado post-mortem a los posos de un Bloody Mary y dibujando con los labios la estúpida sonrisa de los finados recientes. Los relojes de la ciudad, no me preguntéis cuál, marcaban puntuales el inicio de esa hora densa en que los últimos clientes sobrios se largan hacia sus cuchitriles en un llanto de congoja (9 de marzo del 94). A alguien se le ocurrió la genial idea de brindar por la memoria de aquel pobre diablo y todos, sin excepción, celebramos la iniciativa dándonos a la bebida.